El niño y el trompo, el adolescente y el billete de 100
Cuando era niño, en alguno de esos libros que, por considerarse "obsoletos" vendían muy baratos en los remates, leí un relato sobre un niño que ayudaba a una viejecita a cruzar la calle, y la anciana le regalaba una caja, con el encargo de no abrirla sino en caso de extrema necesidad. El caso es que tiempo despues el niño -que era un pobre de solemnidad- se antojó de comprar un trompo, y se vió tentado a abrir la caja para ver si adentro había dinero, pero recordaba que la viejita le había dicho que solo debía abrirla "en caso de necesidad extrema". Pues entre tan adultas reflexiones, la caja se cayó al suelo espontáneamente, y apareció un enorme trompo, muy colorido y además musical.
El relato me impactó, y deseé fervientemente que me ocurriese algo similar a lo del niño en cuestión, aunque la verdad nunca ayudé a ninguna viejita a cruzar ninguna calle, ya que las ancianas de mi tierra suelen ser bastante hurañas y autosuficientes, y la campaña de paranoia sembrada en mi hogar, según la cual el mundo exterior estaba poblado por una especie de ejército de villanos malignos con apariencia bondadosa (incluyendo las viejecitas) me desanimó bastante.
No obstante, en la adolescencia pude vivir una historia similar, a saber: Una tarde sabatina de septiembre de 1987, particularmente canicular, puede ser catalogada como uno de los días más aburridos de mi vida. Tenía poco de haberme mudado a una urbanización de bloques recien construida en los suburbios, donde no cococía a nadie, y donde no habia nadie de mi edad. No había teléfono en casa ni en los alrededores, cerca de casa no pasaba el transporte público, y para colmo de males, estaba sumido en la más completa inopia. Compartía hogar con mis viejos, que dormitaban paquidérmicamente en la sala, frente a un televisor prendido mostrando las estupideces de "Sábado Sensacional". Ya había leído todo lo que tenía para leer (Incluyendo "Kane y Abel" de Jeffrey Archer, que consta como de 700 páginas)
En realidad lo que yo deseaba era irme a la discoteca "Shanell" a rumbear un rato, y así ver y departir con mis amigos y compañeros, que usualmente visitaban ese recinto. Ir al lugar no era problema, podía ir caminando, más o menos 1.500 mts, pero para entrar era preciso pagar un consumo mínimo, 100 Bs. que en ese momento no tenía en mi bolsillo, ni tampoco como conseguirlos (usualmente yo ganaba dinero dando clases particulares o haciendo la caja en la heladería, pero por lo visto esa era una época seca)
De modo que opté por ponerme a ordenar mi closet, actividad reservada solo para momentos de máxima ladilla. Pero en todo closet hay una gaveta que se abre poco, donde se guardan las cosas que casi no se usan, y toda suerte de cachivaches. Al ser esa la gaveta más prometedora de algún soplo de novedad que combatiese el hastío de esa tarde interminable, fue la que abrí primero. Por ahí andaba una vieja pulsera de cobre, un catecismo, una perinola, yentre todo el batiburrillo, una cajita grisácea., La abrí y adentro estaba una billetera color marrón meconio que, según recorde, me había regalado mi padrino Cesar Nieto Torres como 10 años antes. Y me puse a reflexionar sobre lo frustrado que me sentí ese día cuando mi padrino, que siempre aparecía con regalos espectaculares y muy bien elegidos, se equivocó tan diametralmente presentándose con una billetera de adulto para que la usase yo, que ni siquiera tenía cédula. Por lo visto, la billetera de marras había descansado en la gaveta del olvido de mi casa anterior, e hizo invicta el tránsito a la gaveta del olvido de mi nueva casa.
Consideré la opción de vender la billetera, aunque siempre he sido malísimo para eso del comencio. La abrí descuidadamente, y ante mis ojos se hizo la luz: Adentro, muy alisado por los años, oloroso a cuero, estaba un billete de 100 Bs que formaba parte del regalo original y que, en la ceguera fruto de la tristeza de aquel momento, no vi. Y sentí que la vida me dió una lección, ya que de haber visto el billete en aquel momento, seguramente lo habría malbaratado comprando algo que no me gustase o carente de trascendencia (posiblemente una horrible prenda de ropa calorienta y picosa sugerida por mamá), pero en aquel día, era justo la respuesta a mis plegarias.
De modo que, fortalecido por la morajeja y feliz por el hallazgo, me fui a Shanell y rumbeé hasta las 6 de la mañana.
Y no tuve que ayudar a cruzar la calle a nadie.
La ilustración es el cuadro "El Niño y la Peonza" de Jean Baptiste Simon Chardin
El relato me impactó, y deseé fervientemente que me ocurriese algo similar a lo del niño en cuestión, aunque la verdad nunca ayudé a ninguna viejita a cruzar ninguna calle, ya que las ancianas de mi tierra suelen ser bastante hurañas y autosuficientes, y la campaña de paranoia sembrada en mi hogar, según la cual el mundo exterior estaba poblado por una especie de ejército de villanos malignos con apariencia bondadosa (incluyendo las viejecitas) me desanimó bastante.
No obstante, en la adolescencia pude vivir una historia similar, a saber: Una tarde sabatina de septiembre de 1987, particularmente canicular, puede ser catalogada como uno de los días más aburridos de mi vida. Tenía poco de haberme mudado a una urbanización de bloques recien construida en los suburbios, donde no cococía a nadie, y donde no habia nadie de mi edad. No había teléfono en casa ni en los alrededores, cerca de casa no pasaba el transporte público, y para colmo de males, estaba sumido en la más completa inopia. Compartía hogar con mis viejos, que dormitaban paquidérmicamente en la sala, frente a un televisor prendido mostrando las estupideces de "Sábado Sensacional". Ya había leído todo lo que tenía para leer (Incluyendo "Kane y Abel" de Jeffrey Archer, que consta como de 700 páginas)
En realidad lo que yo deseaba era irme a la discoteca "Shanell" a rumbear un rato, y así ver y departir con mis amigos y compañeros, que usualmente visitaban ese recinto. Ir al lugar no era problema, podía ir caminando, más o menos 1.500 mts, pero para entrar era preciso pagar un consumo mínimo, 100 Bs. que en ese momento no tenía en mi bolsillo, ni tampoco como conseguirlos (usualmente yo ganaba dinero dando clases particulares o haciendo la caja en la heladería, pero por lo visto esa era una época seca)
De modo que opté por ponerme a ordenar mi closet, actividad reservada solo para momentos de máxima ladilla. Pero en todo closet hay una gaveta que se abre poco, donde se guardan las cosas que casi no se usan, y toda suerte de cachivaches. Al ser esa la gaveta más prometedora de algún soplo de novedad que combatiese el hastío de esa tarde interminable, fue la que abrí primero. Por ahí andaba una vieja pulsera de cobre, un catecismo, una perinola, yentre todo el batiburrillo, una cajita grisácea., La abrí y adentro estaba una billetera color marrón meconio que, según recorde, me había regalado mi padrino Cesar Nieto Torres como 10 años antes. Y me puse a reflexionar sobre lo frustrado que me sentí ese día cuando mi padrino, que siempre aparecía con regalos espectaculares y muy bien elegidos, se equivocó tan diametralmente presentándose con una billetera de adulto para que la usase yo, que ni siquiera tenía cédula. Por lo visto, la billetera de marras había descansado en la gaveta del olvido de mi casa anterior, e hizo invicta el tránsito a la gaveta del olvido de mi nueva casa.
Consideré la opción de vender la billetera, aunque siempre he sido malísimo para eso del comencio. La abrí descuidadamente, y ante mis ojos se hizo la luz: Adentro, muy alisado por los años, oloroso a cuero, estaba un billete de 100 Bs que formaba parte del regalo original y que, en la ceguera fruto de la tristeza de aquel momento, no vi. Y sentí que la vida me dió una lección, ya que de haber visto el billete en aquel momento, seguramente lo habría malbaratado comprando algo que no me gustase o carente de trascendencia (posiblemente una horrible prenda de ropa calorienta y picosa sugerida por mamá), pero en aquel día, era justo la respuesta a mis plegarias.
De modo que, fortalecido por la morajeja y feliz por el hallazgo, me fui a Shanell y rumbeé hasta las 6 de la mañana.
Y no tuve que ayudar a cruzar la calle a nadie.
La ilustración es el cuadro "El Niño y la Peonza" de Jean Baptiste Simon Chardin
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