Maria Eva
Maria Eva tenía 18 años y acababa de llegar de Brasil para incorporarse a la universidad. Su actitud y vestimenta eran cool, y su escultural cuerpo hacía olvidar fácilmente su acné y su gigantesca nariz picassiana. Trataba de parecer más ilustrada de lo que era y disfrutaba sabiéndose deseada por muchos. Un día, ya de regreso de una de esas salidas de campo que terminan pareciéndose más a un paseo de panas que a una actividad académica, veníamos conversando relajadamente sobre ligerezas. De pronto y de la nada, ella me preguntó, en tono más bien seco, si yo no pensaba hacer algo por mi cuerpo. ¿Algo como que? Inquirí con curiosidad, inocencia dieciseisañera y sorpresa. Allí comenzó una retahíla de acerbas críticas a mi gordura, aventuradas hipótesis sobre la costumbre errada de muchas madres de premiar a sus hijos con comida, consejos que comenzaban con la apostilla “tu deberías…” y una cruel sentencia final: “Mira, al final lo único que importa para atraer es el cuerpo. Si sigues así, morirás virgen, ya que con tu cuerpo no atraes absolutamente a nadie. A mi, por ejemplo, me pareces horrible”.
El nudo en la garganta (que disimulé, claro está) me impidió ripostar con los alegatos que tenía en mente: Que no todo el mundo pensaba igual, que para todos había público, que había quienes se fijaban en la forma de ser de la gente además del cuerpo. Tampoco le dije que ya no era virgen, ya que una asistente doméstica se encargó de modificar esa condición a mis 8 años, y una trabajadora sexual ratificó tal modificación pocos días antes del diálogo en cuestión.
Mucho tiempo tuve el mensaje de Maria Eva rebotando en mi cerebro. Era inevitable recordarlo cada vez que recibía un rechazo, que escuchaba esa frase manida “es que yo te veo como un amigo”, cada vez que notaba lo difícil que se me hacía acceder al sexo por un medio distinto al comercial.
Algunos años después, superada la turbulencia adolescente, comenzó a ponerse en evidencia que, en efecto, había personas muy poco pendientes de las morfologías corporales; y que incluso existía público para quienes no encajamos en los cánones convencionales de estética fenotípica. Y me preguntaba que pensaría María Eva del tema. Paralelamente, comencé a ver como mis adonis contemporáneos recurrían a otros métodos para seguir llamando la atención o se resignaban a perder popularidad, toda vez que las ojeras, panzas, vellos y calvicies comenzaban a modificar los otrora esbeltos y andróginos (o bien fibrosos) cuerpos, para horror de sus desconcertados propietarios.
Hace poco vi a Maria Eva convertida en la contradicción de lo que predicaba hace más de cuatro lustros. Los partos llevaron sus caderas de la talla “jovencita nórdica” a la “matrona mediterránea”, las esferas turgentes anteriores y posteriores, protagonistas de millares de fantasías y sueños eróticos, devinieron en fofos colgajos estriados. Los escotes y prendas apretadas cedieron protagonismo a las batolas guajiras y atuendos multicapa de ligeras telas pakistaníes en diversos grados de color ocre y crema. Toda ella emanaba un aura marchita, como si hubiese sido sometida a repetidas sumersiones en agua hirviente. Hasta su cabello, rizado y espumante, se sometió a la dictadura de los lisos que impera en el ámbito capilar femenino, convirtiéndose en un vulgar “pelo babeado”, que resaltaba más aún lo antes obviado: las cicatrices del acné y la nariz enorme que parece tener vida propia.
Ahora María Eva es vegetariana, hinduista (o algo así) y pontifica sobre lo pasajero del cuerpo, la sensualidad y las cosas materiales, y la importancia de alimentar el espíritu. No creo que tenga tan mala memoria como para olvidar su parecer de hace veintipico años. Creo que ahora piensa de ese modo porque no le queda mas remedio.
El nudo en la garganta (que disimulé, claro está) me impidió ripostar con los alegatos que tenía en mente: Que no todo el mundo pensaba igual, que para todos había público, que había quienes se fijaban en la forma de ser de la gente además del cuerpo. Tampoco le dije que ya no era virgen, ya que una asistente doméstica se encargó de modificar esa condición a mis 8 años, y una trabajadora sexual ratificó tal modificación pocos días antes del diálogo en cuestión.
Mucho tiempo tuve el mensaje de Maria Eva rebotando en mi cerebro. Era inevitable recordarlo cada vez que recibía un rechazo, que escuchaba esa frase manida “es que yo te veo como un amigo”, cada vez que notaba lo difícil que se me hacía acceder al sexo por un medio distinto al comercial.
Algunos años después, superada la turbulencia adolescente, comenzó a ponerse en evidencia que, en efecto, había personas muy poco pendientes de las morfologías corporales; y que incluso existía público para quienes no encajamos en los cánones convencionales de estética fenotípica. Y me preguntaba que pensaría María Eva del tema. Paralelamente, comencé a ver como mis adonis contemporáneos recurrían a otros métodos para seguir llamando la atención o se resignaban a perder popularidad, toda vez que las ojeras, panzas, vellos y calvicies comenzaban a modificar los otrora esbeltos y andróginos (o bien fibrosos) cuerpos, para horror de sus desconcertados propietarios.
Hace poco vi a Maria Eva convertida en la contradicción de lo que predicaba hace más de cuatro lustros. Los partos llevaron sus caderas de la talla “jovencita nórdica” a la “matrona mediterránea”, las esferas turgentes anteriores y posteriores, protagonistas de millares de fantasías y sueños eróticos, devinieron en fofos colgajos estriados. Los escotes y prendas apretadas cedieron protagonismo a las batolas guajiras y atuendos multicapa de ligeras telas pakistaníes en diversos grados de color ocre y crema. Toda ella emanaba un aura marchita, como si hubiese sido sometida a repetidas sumersiones en agua hirviente. Hasta su cabello, rizado y espumante, se sometió a la dictadura de los lisos que impera en el ámbito capilar femenino, convirtiéndose en un vulgar “pelo babeado”, que resaltaba más aún lo antes obviado: las cicatrices del acné y la nariz enorme que parece tener vida propia.
Ahora María Eva es vegetariana, hinduista (o algo así) y pontifica sobre lo pasajero del cuerpo, la sensualidad y las cosas materiales, y la importancia de alimentar el espíritu. No creo que tenga tan mala memoria como para olvidar su parecer de hace veintipico años. Creo que ahora piensa de ese modo porque no le queda mas remedio.